El granjerito al que no le gustaba nada


Había una vez un granjerito muy quejumbroso que casi siempre se quejaba de toda la comida, no le gustaba la carne ni el arroz ni nada. Era muy pero muy flaquito, y sus dientes muy limpiecitos, pues nunca comía nada; su estómago se aflojaba mucho, pues se le veían todas las costillas. Aunque quisiera comer algo siempre decía:

—No quiero, no quiero.

Y es que él nunca probaba nada.

Su vecino se mudó, una señora compró la casa para vivir ahí. Ella traía mucha comida y el granjerito dijo:

—Quisiera comer eso.

Pero eso lo decía su panza, pues el granjerito decía:

—Tú no me engañas. Ya sé que tú quieres comer, pero yo te voy a ignorar, pues eso tampoco me gusta a mí.
El estómago se enojó y se quiso desquitar, pero el granjero le dio unos golpes a su panza.

Un día la señora vio al granjero –que se llamaba Pepe– que estaba muy flaco, tan flaco que hasta parecía un zombie. La señora le preparó una gran mesa con pavo, pollo, huevos revueltos, arroz con frutas. Al estómago se le antojaba todo.

—¡Ay Dios!, esos pollitos están acabados de cocinar.

Ahora Pepe no podía controlar al estómago, pues saboreaba y saboreaba. Pepe estaba preocupado de que el estómago lo ignoraba, porque el estómago le dijo al cerebro que le dijera a las piernas que lo llevaran a la mesa. Comió tanto que su pancita se llenó, ya no se le veían las costillas y su cerebro ya no estaban tan seco –pues estaba deshidratado–, bebió algo de agua y su corazón latió más porque contento quedó. Así el granjerito ya no se quejaba más, pues nada dejó, ni los huesos, que limpió completamente.

Desde ese momento el granjerito probaba los alimentos y saboreaba todo con tranquilidad y así aprendió a no quejarse de la comida.
 

 

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